Todas las mañanas, el señor Prudencio Recto Cortés se levantaba a las siete. A las siete en punto. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Era, según él, la mejor forma de empezar el día porque a Prudencio le gustaba que todo aconteciese de forma controlada y previsible. Para Prudencio un día perfecto era un día sin incidentes ni contratiempos. Así vivía Prudencio: en su plácida y rutinaria vida.
Pero una fatídica mañana, el despertador de Prudencio no sonó. Por suerte para él, estaba tan acostumbrado a levantarse siempre a la misma hora que, poco después de las siete, sus ojos se abrieron. Prudencio miró el reloj: las siete y cinco minutos. ¡Cinco minutos de retraso! ¡Menudo contratiempo! Puede parecerte poco, pero Prudencio estaba enojado. El día empezaba mal.
Sin caer en el desánimo, se vistió con rapidez, desayunó y salió a la calle. Solo entonces se dio cuenta de que, con las prisas, se había puesto dos zapatos diferentes: uno negro y otro marrón. Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero Prudencio no se desmoronaba fácilmente y mantuvo la compostura. Decidió que, en lugar de volver para cambiarse los zapatos, seguiría con su rutina. Cogería el autobús. Pensó que, sin duda, todo volvería a su cauce cuando llegase a su oficina.
Con lo que Prudencio no contaba era con el perro, tan alegre como sucio, que manchó su pantalón mientras subía al autobús. Tampoco con el charco que pisó cuando hubo de bajar, debido a un pequeño imprevisto: una rueda pinchada. ¿Sería posible? ¿Es que no iba a salir nada bien aquel día?
Prudencio optó por terminar el trayecto a la oficina andando y, nada más llegar, se dejó caer en la silla, a sabiendas de que por fin todo volvía a estar en su sitio. Relajado, encendió el ordenador y ¡cielos! el ordenador comenzó a hacer un horrible ruido y de él empezaron a saltar chispas. Prudencio cogió el extintor y acabó con las llamas… y con la cara llena de polvo blanco. Tosiendo, salió a la calle en busca de aire fresco.
Un amigo gallego de Prudencio a quien, por ser criador de vacas, todos llamaban “Mario el vaquerizo”, salió a la calle al escuchar el ruido y cuando vio a Prudencio con diferentes calcetines, el pantalón sucio, los zapatos mojados y la cara llena de polvo le preguntó:
-Pero ¿qué te ha pasado?
-Si te lo cuento, no te lo crees. Hoy todo es un desastre. El día está torcido -respondió Prudencio.
-¡Ah! Pues eso tiene solución. Si el día se ha torcido yo sé cómo arreglarlo. ¡Ven conmigo!
Mario el vaquerizo llevó a Prudencio al parque de atracciones, a dar un buen paseo e incluso a un concierto de rock. Para cuando, bien entrada la noche, Prudenció llegó a su casa, se fue directo a la cama y se acostó. Allí, tumbado, se dio cuenta de que, después de todo, había sido un gran día… y apagó el despertador.
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