En un lejano país vivían unos reyes muy ancianos; pronto morirían y estaban preocupados por quién heredaría el trono. Tenían tres hijos que podrían sucederles, pero había un problema: los tres príncipes eran… tres guarretes. ¡Unos auténticos cerditos!
El más pequeño no se duchaba nunca. Como mucho, para “limpiarse” se daba baños de barro, y no de un barro cualquiera, sino con barro de porquera. ¡Vaya peste desprendía en las cenas de palacio! ¡Cualquiera se sentaba a su lado!
El príncipe mediano también era un cerdete. Se comía los mocos, sí, pero eso era lo de menos; se alimentaba de cosas peores. Por ejemplo, si iba paseando por un camino y por allí había pasado un rebaño de ovejas dejando un reguero de redondas y duritas cagarrutas… ¡Sí! El se agachaba y no dejaba ni una.
Al mayor de los tres príncipes le encantaba tirarse pedos. Hasta ahí bie, que eso todos lo hacemos, pero es que él no paraba. Más que un culo, tenía una metralleta. ¡Y cómo olían! Aquello hedía a bicho muerto.
Ante este panorama, el rey y la reina se lamentaban:
– ¡Vaya tres hijos tenemos! El pequeño que no se ducha, el mediano un comecacas y el mayor nos atufa. ¿Qué podemos hacer? ¡Ya está! Le daremos el trono al príncipe que se vuelva limpio y huela a flores.
Se lo propusieron al cerdito pequeño, el que no se duchaba.
-¿Volverme limpio? ¿Abandonar a mis amigos los puercos por un simple trono? ¡Ni en broma! Yo me quedo como estoy -respondió muy convencido.
El cerdito mediano, el que comía cacas, tampoco estuvo por la labor:
-¿Y por qué habría de cambiar mi dieta? Si comer cacas fuese malo hace tiempo habría enfermado, pero no ha sido así. ¡Mirad mi cuerpo serrano!
El mayor de los príncipes, el torpedero del reino, dijo:
-Bueno… yo con tal de ser rey… Ser rey es algo importante ¡Acepto! No volveré a tirarme nunca más un pedo. Lo prometo.
Todos se fueron a dormir y el cerdito mayor se acostó muy contento, pensando que iba a ser un rey, que tendría corona y todo eso. Pero por la mañana, nada más levantarse, le entraron unas ganas tremendas de tirarse un buen cuesco. Consiguió aguantar unos segundos, pero el aire se acumulaba en su barriga hasta que ¡¡¡PPPRRRRR!!!
La reina escuchó la ruidosa ventosidad y se dirigió muy enfadada a la habitación de los tres cerditos:
-¡Lo he escuchado! ¡Se ha oído en todo el palacio!
-Lo siento, madre, pero no puedo controlarlo -dijo el mayor de los príncipes -. Soy un pedorro.
-¡Largo! ¡Fuera todos de aquí ahora mismo! -gritó la reina-. ¡Salid del reino y no volváis nunca!
Los tres príncipes se marcharon lejos, muy lejos. Fundaron sus propios reinos y, como pudieron seguir siendo cerditos, allí fueron para siempre felices y comieron perdices (y el mediano cacas, ya sabes).