Thyïlea, la capital del reino de Tule, era la mejor ciudad sobre la faz de la Tierra. Sus casas eran bellas, sus jardines la llenaban de vivos colores y una alta muralla de piedra rodeaba la ciudad. Las personas que allí vivían eran todas guapas, altas, de blanca piel y pelo liso.
Un día, el rey de Tule tuvo que salir de viaje, a una cosa que se llamaba “la cruzada”. Puede que lo de “cruzada” quisiera decir que tendría que cruzar muchos países, porque el rey avisó que tardaría, por lo menos, un año entero en volver.
Para gobernar la ciudad en su ausencia, el rey la dejó en manos de su hija la princesa, advirtiéndole:
-Me marcho, querida hija. Quiero que, cuando vuelva, todo siga exactamente igual que ahora. Que sea la misma ciudad y con la misma gente. Quiero que cuando vuelva, no encuentre nada extraño. Mantened la puerta de la muralla bien cerrada, no vaya a ser que la ciudad se llene de gente rara, fea y sin modales.
-Tranquilo, padre. Así se hará -prometió la princesa.
Había pasado solo un día desde que el rey se fue a la cruzada cuando un niño llegó corriendo desde un bosquecillo cercano hasta la ciudad. Se acercó a la puerta que estaba en la muralla y llamó:
-¡Tum! ¡Tum!
-¿Quién es?
-¡Abre la muralla! ¡Que me está persiguiendo un oso!
Efectivamente, unos metros detrás del niño, un enorme oso se acercaba corriendo dispuesto a darle un buen zarpazo. Ante esta situación, los guardias abrieron la puerta. ¡No podían dejar que un oso se merendase a un niño!
Al día siguiente, llegaron hasta la puerta de Thyïlea una pareja de ancianos que andaban desorientados y necesitaban comer.
– ¿Hemos de dejarles pasar? –preguntaron los guardias a la princesa.
– Sí, que entren ¿Cómo vamos a dejarlos fuera? -les respondió la princesa- ¿Qué sería de ellos solos? Seguramente morirán de hambre si no les ayudamos.
Al siguiente, se presentó frente a la ciudad una familia entera, que había sido expulsada de su aldea. Aunque eran negros como el tizón, les dejaron pasar.
Y así, todos los días llegaban gentes a quienes la princesa y los guardias permitían entrar en Thyïlea. Al principio, pudieron darles cobijo en las casas que estaban vacías, pero pronto todas estuvieron llenas. Entonces, la princesa tomó una decisión: cogerían piedras de la muralla para construir nuevas casas. Pasado un año, habían construido tantas casas que no quedaba ni rastro de la muralla.
Thyïlea se había transformado. Ahora no tenía muralla y sus habitantes no eran todos guapos, altos, blancos y de pelo liso. Los había también bajitos, algunos gordotes y otros flaquitos, calvos y melenudos, de piel oscura y de piel clara, unos con los ojos redondos y otros con los ojos rasgados. Sus calles contaban con una gran variedad de costumbres, de razas, de músicas y hasta de comidas.
Cuando el rey terminó su cruzada decidió volver a la ciudad, pero al verla se extrañó:
-¡Vaya! Creo que he cogido un camino equivocado. Esta no es mi ciudad de Thyïlea. No tiene muralla y está abarrotada de personas muy diferentes entre sí ¡Menudo barullo! Tendré que seguir buscando hasta encontrarla.
El rey se fue y siguió buscando su ciudad durante años, desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa. Pero nunca la encontró, porque su Thyïlea ya no existía. Ahora era otra ciudad; una ciudad mucho mejor.