Buscando las nubes

Estiradas y quietas como estatuas, las cigüeñas vieron salir el sol sobre el horizonte. Un sol radiante y luminoso que ascendió por el cielo azul y comenzó a calentarlo todo y a dar mucha luz.
– ¡Vaya! ¡Otro día sin nubes! – se lamentaron las cigüeñas al ver el cielo azul.
Y es que las cigüeñas querían ver nubes, muchas nubes. Nubes grises, a ser posible, de esas que dejan a su paso un buen chaparrón.
– ¿Por qué no hay nubes? – le preguntó la cigüeña más pequeña a su mamá.
– No lo sabemos, querida. Aunque ya es primavera, hace meses que por aquí no pasa ninguna y, sin nubes, no ha caído ni una gota de agua. El suelo está seco, las plantas no crecen y todas se han puesto de color amarillo. Fíjate: donde antes estaba el río ahora apenas quedan unos cuantos charcos.
Todas las cigüeñas agacharon sus cuellos, tristes y resignadas, hasta que una joven cigüeña llamada Picota levantó su largo cuello y dijo:
– Aquí pasa algo muy raro; esto no es normal. ¿Sabéis que os digo? Que como las nubes no vienen ¡seré yo quien vaya a buscarlas!
– Ah, ¿sí? ¿Y dónde piensas ir a buscarlas? –le preguntaron.
– Pues… Pues… ¡Pues no lo sé!
Picota, la cigüeña valiente, no sabía de dónde venían las nubes pero, por suerte para ella, la cigüeña más anciana sí que lo sabía y le aconsejó:
– Si quieres buscar las nubes, jovenzuela, deberías ir hasta el mar. Es allí donde se forman las nubes más grandes. Yo misma te acompañaría si no fuese ya tan vieja.
«El mar está lejísimos», pensó Picota. Pero, decidida, abrió sus alas, las movió con fuerza, comenzó a volar y subió alto, muy alto, buscando que el viento le ayudase a ir en dirección al mar.
A pesar de que Picota volaba rápido y de que no paró ni un momento, su viaje hacia el mar fue largo. Duró siete días con sus siete noches, hasta que finalmente Picota puedo ver la arena de la playa y más allá el agua del mar, pero de las nubes… ni rastro.
«¡Qué rabia! ¡Menudo chasco! ¿Y ahora que hago?», se preguntó.
Picota no tenía muchas opciones. O volvía con las demás cigüeñas, o se adentraba en el mar para buscar las nubes.
«He venido a buscar las nubes y eso haré. ¡No pararé hasta encontrarlas!»
Picota no se rindió. Voló y voló sobre el mar. Un mar gigantesco que parecía no tener fin. Bajo ella, el agua azul. Sobre ella, un cielo también azul. Hasta que allí, a lo lejos… ¡Un momento! ¡A lo lejos se veía algo! Picota se acercó, todo lo rápido que pudo y con los ojos bien abiertos. ¡Sí! ¡Sí! ¡Eran las nubes! ¡Montones de nubes! Blancas y grises, grandes y pequeñas. Una parecía tener forma de caramelo y otra de serpiente gigante. ¡Estaban todas!
– ¡Ey! –Gritó Picota-. ¿Pero que hacéis aquí? ¿Por qué no vais hacia los campos?
– ¡Ojalá pudiésemos! -le respondieron las nubes-. Pero un gran huracán nos cogió y nos dio tantas vueltas y tan rápido que estamos mareadas y desorientadas. ¡No sabemos dónde está la tierra!
– ¡Pues seguidme a mí! -dijo Picota-. Yo os guiaré.
Las nubes siguieron a Picota hasta la costa y luego hasta los campos, dejando a su paso muchas lluvias. Todas las plantas, aves y demás animales recibieron el agua con gran alegría. Las cigüeñas también.
Cuando Picota llegó a su nido llovía con fuerza y ella se encontraba muy, pero que muy feliz. Picota se posó en el nido, estiró sus patas y su cuello. Miró hacía arriba, dejando que cientos de gotas golpeasen su cara. Abrió su largo pico y dejó que se llenase de agua. ¡Qué placer!

Ilustración original de OpenClipart-Vectors, utilizada en los términos de Pixabay

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