Aquella tarde de verano, Alejandro disfrutaba dándole el primer mordisco a una jugosa pera. ¡Ñam! ¡Qué rica estaba! ¡Qué bien sentaba!
Al abrir la boca para volver a hincarle el diente, vio que de la pera asomaba un pequeño gusano. Delgado y amarillo, el gusano movía la cabeza lentamente, de un lado a otro y con los ojos bien abiertos.
Alejandro lo miró durante un rato, divertido. Pero el hambre crecía en su barriga y entonces… ¡ñam! ¡ñam! Pera con gusano ¡y aquello estaba rico! No tanto como los gusanitos de bolsa, es verdad, pero más rico que el salchichón, que no es poco.
Aunque no se lo dijo a nadie, Alejandro siguió comiendo gusanos cuando se topaba con alguno. Y fue más allá. Pronto empezó también a deleitarse saboreando hormigas, arañas y otros bichos con patas. Cuando llegó el invierno y por las paredes comenzaron a trepar algunas babosas… ¡sí, lo has adivinado! La primera se la comió con cuidado, como quien prueba un trozo de comida que parece muy caliente. La segunda se la zampó de un bocado, como quien mastica una gominola. Las demás las engulló como quien come uvas en Nochevieja.
Alejandro, siendo ya un consumado zampabichos, fue la primera persona que se percató de que a su pueblo comenzaron a llegar saltamontes. No uno, ni dos, sino miles, millones de ellos. ¡Una auténtica plaga!
Estaban por todas partes. Tantos saltamontes había, y tanto comían, que pronto comenzaron a entrar en las casas y a devorarlo todo. Desde las galletas a la fruta, nada se les resistía. A los pocos días, en el pueblo ya no quedaba comida. Ni una mísera miga de pan.
La gente comenzó a pasar hambre. Mucha hambre. ¿Toda la gente? ¡No! Una persona seguía comiendo; era Alejandro que, todavía a escondidas, se atiborraba de saltamontes.
Viendo que los demás necesitaban algo que llevarse a la boca, Alejandro propuso a sus amigos:
-¿Por qué no probáis a comer saltamontes? Están bien ricos y crujientes.
-¿Saltamontes?
-Sí, claro -respondió mientras se jalaba un ejemplar de largas patas.
-A mí me da un poco de asco -dijo su mejor amigo-, pero con el hambre que tengo, yo voy a probar ¡ñam! ¡ñam!
Tras él, otro amigo de Alejandro probó los saltamontes, y luego otro, y otro más. Al día siguiente, toda la gente comía saltamontes como si fuesen patatas. En solo una semana, los pocos saltamontes que quedaban vivos se fueron asustados, el pueblo recobró la normalidad y todo volvió a ser como antes. Bueno, parecido. Porque ahora, además de pollo, verduras y espárragos allí comen también sopa de moscas, tarta de grillos y cucarachas fritas picantes.
¡Ah! Por si quieres probar estos y otros manjares, tan ricos como asquerosos, lo tienes fácil. El pueblo se llama “Malcocinado”.
NdA: Basado en hechos reales.
Imagen: Carmen Gragera Moreira. 8 años
