Hace mucho, mucho tiempo, el planeta donde vivimos, la Tierra, no era igual que ahora. En aquella época todavía no habían surgido las islas ni los continentes; todo estaba cubierto por un inmenso océano. De hecho, no se llamaba “Planeta Tierra”, sino “Planeta Agua”.
En el océano vivían multitud de especies. Algunas todavía existen, como las estrellas de mar. Otras se han extinguido, como las “marguigas”, que eran parecidas a las hormigas que conoces, pero podían respirar bajo el agua y construían sus marguigueros en el fondo marino.
Agua estaba gobernado por el gran tiburón negro. Era un tiburón enorme, con grandes y afilados dientes. Todos los seres del océano le obedecían, aunque solo fuese por miedo.
El gran tiburón negro, conforme pasaban los años, exigía cada vez más y más cosas al resto de habitantes del océano. Pedía, por ejemplo, que le trajesen para comer mil peces azules cada día. También que los cangrejos, con sus pinzas, cavasen una gran cueva donde él pudiera dormir plácidamente. Incluso obligaba a los peces espada a hacerse daño, luchando entre ellos, espada contra espada. Por estas y otras cosas peores, todos los animales del océano se asustaban al ver al gran tiburón negro. Bueno, todos, salvo uno; la tortuga de agua Matuk no le temía.
Matuk era una tortuga grande y de grueso caparazón porque, aunque crecía muy lentamente, llevaba creciendo mucho tiempo. Tenía más de cien años y conocía bien al tiburón. De hecho, Matuk había sido su niñera cuando él nació, y lo había visto crecer desde entonces. Cansada de los caprichos del tiburón, Matuk se le acercó y le dijo:
-Mi querido tiburón. Recuerdo cuando naciste, pequeño y juguetón. Parecías una sardina negra. Pero mira en qué te has convertido. Eres un tirano. Todos los peces viven atemorizados, y así nadie es feliz. Ni siquiera tú. Debes cambiar de actitud.
Pero el tiburón negro no estaba dispuesto a recibir los consejos de Matuk, y le respondió:
-¡Ni hablar! Yo soy el señor del océano. Hago y haré lo que me venga en gana. ¡Déjame en paz y vete!
Matuk, apenada, estuvo pensando durante tres días seguidos hasta que, por fin, tuvo una idea. Se dirigió a un volcán que conocía. Uno de los que, todavía hoy, existen en el centro de los océanos. El volcán estaba dormido, pero Matuk, con sus patas, comenzó a hacerle cosquillas. El volcán despertó y comenzó a moverse; entró en erupción. Matuk recorrió el océano, haciendo cosquillas a todos los volcanes. Aunque tardó mucho tiempo, consiguió que todos los volcanes se despertaran y echaran lava sin parar.
Montañas de lava se fueron acumulando, cada vez más grandes y más altas debajo del mar, hasta que una de ellas asomó por encima del agua. Era la primera isla. Matuk se acercó a la orilla y, finalmente, salió del océano y pisó tierra firme. Sintió los rayos del Sol calentar todo su cuerpo y saboreó aquel momento, pues supo que allí comenzaba una nueva era: la del planeta llamado “Tierra”.
Ilustración original de Varsha Sewlal, usada en los términos de Pixabay