Muchas personas, cuando duermen, tienen sueños. La mayoría de las veces, al despertar, esos sueños se olvidan. Se disipan en la cabeza para nunca más volver, como humo que sale de una chimenea y desaparece mezclándose con el aire.
Pero Ágata era diferente. Porque sus sueños, que tenía a diario, no se esfumaban rápidamente como el humo, sino que duraban un rato en su memoria, como si fuesen troncos que arden en la chimenea. Por eso, le daba tiempo a escribirlos en una vieja libreta azul. Aunque la libreta era gordota, pronto necesitaría otra, porque ya había escrito muchos sueños. Por ejemplo, aquel en el que podía volar como una mariposa y, con unas preciosas alas, recorría un bello jardín lleno de flores gigantes. O ese en el que viajó a un extraño país, donde cada persona tenía un color de piel diferente: los había de piel blanca (y me refiero a blanca, blanca; tan blanca como la nieve), y también había gente azul, y verde, y negro, naranja y lila. A veces no era divertido; una vez soñó que se convertía en pañal de bebé y, al principio, bien. El culito estaba suave y hasta perfumado. Hasta que.… ¡puag! No hace falta entrar en detalles ¿verdad? Seguro que sabes lo que pasó.
Una mañana, sin embargo, Ágata se despertó sin haber soñado nada. ¡Qué raro!
– ¡Menudo rollo! Vaya noche más sosa -pensó.
Lo mismo ocurrió la noche siguiente, y la siguiente, y todas las que vinieron después. Ágata ya no soñaba y eso la ponía triste. Su vida sin sueños era como un cumpleaños sin tarta. Le faltaba algo. Pero ella no se rendía fácilmente y, decidida a tener sueños, se dijo:
– Ya que no puedo soñar dormida, ha llegado la hora de soñar despierta. Elegiré uno de mis sueños e intentaré hacerlo realidad.
Cogió su libreta azul, dispuesta a perseguir un sueño. Le habría gustado mucho hacer realidad ese en el que viajaba hasta el centro del Sol, montada en un avión de papel gigante.
– ¡Uy! Mejor, no. Que me da a mí que tanto el avión como yo nos íbamos a chamuscar.
Siguió leyendo.
– ¿Domadora de extraterrestres?
Chungo, chungo. Para empezar, no sabía dónde encontrar ninguno.
– ¡Ya sé! ¡Este puede ser! El sueño en el que me convertí en diseñadora de moda.
Ágata se puso manos a la obra. Aprendió a coser y a cortar, patronaje, confección, tejidos, agujas e hilos ¡mucha tela!
Aunque le costó años y años, Ágata lo consiguió. Tras mucho esfuerzo, sus trajes desfilaban, uno tras otro, por la mejor pasarela de Milán, mientras el público abría la boca y aplaudía.
– ¡Lo conseguí! -exclamó-. He alcanzado mi sueño.
Esa noche, Ágata durmió a pierna suelta… y volvió a soñar.