Cuando el emperador quería relajarse y disfrutar, se dedicaba a mirar y a cuidar sus cinco peces. Los tenía en un pequeño acuario. Eran simpáticos y de vivos colores. Al emperador le gustaba ver cómo jugaban al escondite y cómo subían a coger comida. Además, los pececillos le hacían cosquillas en las manos y eso le divertía soberanamente.
Mirándolos embelesado, tuvo una idea. A su entender, una fantástica idea:
– Si mi imperio es gigante. Si yo soy el más poderoso gobernante de la Tierra… ¿Cómo es que mi acuario es tan pequeño? Cinco peces diminutos. ¡Qué escasito! ¡No! ¡Quiero más! En un acuario más grande.
– ¿Cómo de grande? -le preguntaron.
– Que sea… del tamaño de una cama. De una cama grande. ¡Con muchos peces! Cien peces, por lo menos.
Al emperador le construyeron su nuevo acuario y en él pusieron los cien peces. Pero los nuevos peces no lo conocían y, cuando intentaba acariciarlos, se asustaban. Se escondían.
– Tendré que conformarme con mirarlos. ¡Qué fastidio! Bueno, ya que no puedo tocarlos, al menos que pueda ver muchos. ¡Quiero más! ¡Más! ¡Más! Un acuario más grande. Ya sé. Tapiad las ventanas y las puertas de palacio. Llenadlo de agua y meted dentro peces: ¡mil peces!
Su mejor consejero comenzó a hablar:
– Pero señor, eso es absurdo, no podrá…
– ¡Ya estamos poniendo pegas! No quiero excusas. ¡Ninguna! ¡Que le corten la cabeza! ¡Ah! Y se me olvidaba: lo quiero para mañana.
Los deseos del emperador fueron cumplidos y, al día siguiente, el palacio estaba convertido en un gigantesco acuario. Dentro, mil peces de todas las formas y tamaños nadaban de sala en sala, bajaban a las mazmorras o se atiborraban en la cocina. No faltó el que subió al trono, que nunca hay trono vacío. El emperador miró el palacio desde fuera y, con gran lucidez, pensó:
– ¡Esto es absurdo! No puedo ver los peces.
Entonces se acordó de su consejero. Ese que ya no tenía cabeza.
– ¡Qué le vamos a hacer! No puedo acertar siempre -se dijo.
Por suerte para todos, mientras miraba su aguado palacio, encontró, por fin, lo que en su cabeza llamó “la solución final”:
– ¡Lo tengo! Construiréis otro acuario y, esta vez, será tan grande como un mar. Quiero que dentro haya de todo: peces grandes, orcas, ballenas, calamares gigantes. ¡Hasta un kraken!
Nadie se atrevió a decir nada, por no perder la cabeza.
Cuando el mar/acuario estuvo listo, el emperador se acercó y lo miró. Una obra maestra. Era idéntico a un mar normal.
– Gggrrrr -gruñó el emperador-. ¡Desde la orilla no veo ni un pez! Además, no era necesario construir un mar que fuera… como el mar ¡Vaya XXXX (improvise el lector) de idea! ¡Menudo tonto el que…!
Todos alrededor contuvieron la risa, y conservaron la cabeza.
El emperador permaneció inmóvil un buen rato. Pensativo. Recordando. Luego, con una voz nada imperial, se dirigió a los presentes diciendo:
– Quiero un acuario nuevo. Uno pequeño. Con cinco peces.
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