Vivir en la gran manzana

En medio de la nada, plantada en el desierto como por arte de magia, estaba la gran manzana. Muy manzana, sí, pero sobre todo muy grande. Imagínatela: era tan alta como una casa. Tenía una puerta azul y dos ventanas. Su piel, de color rojizo, resplandecía cuando el Sol la iluminaba.

Esta extraña y gran manzana estaba tan alejada de todo camino que durante mucho tiempo nadie supo de ella, hasta que un viajero beduino, montado en su camello, la vio a lo lejos. Hacía tanto calor y el beduino estaba tan sofocado, que dio por hecho que se trataba de una alucinación.

– ¡Qué traicionero es el desierto! ¡Cómo engaña a los sentidos! Mis ojos mienten. Seguiré mi camino.

El beduino pasó de largo y no se acercó a la manzana.

Tiempo después se topó con ella un mercader que transportaba especias. Sintió curiosidad y pensó en llamar a la puerta, pero tuvo miedo:

– ¿Quién vivirá ahí dentro? Para mí que será un hechicero y quizás se enfade si le molesto.

El mercader dio media vuelta, y se fue por donde había venido.

Finalmente, una joven aventurera que cruzaba el desierto en globo vio desde el cielo la gran manzana. Ella era muy valiente y estaba acostumbrada a vivir aventuras viajando de un lugar a otro. Hizo descender el globo y llamó a la puerta. Nadie respondió. Intrigada, la abrió y pasó al interior. Dentro de la gran manzana había una cama, una silla y una mesa. Sobre la mesa jarras de agua, té y limonada. También platos de pasta, frutas, ensaladas y riquísimos pasteles.

La joven aprovechó para beber y comer, y pronto se dio cuenta de que por mucho que bebiese y comiese aquellos manjares no se acababan nunca. Volvían a aparecer en las jarras y en los platos, que siempre permanecían llenos.

– ¡Qué pasada! ¡Qué lugar! ¡Me quedo a vivir en la gran manzana! -exclamó la joven.

Pasaron los días, los meses y los años. La joven fue feliz y vivió muchas aventuras, viajando con su hermoso globo hasta lugares muy lejanos. Tras cada viaje regresaba a su casa, a la gran manzana.

La joven dejó de ser joven; se hizo anciana. Su piel se arrugó y también la de la manzana. Una suave noche de verano la anciana murió en su cama, dentro de la gran manzana. Esa misma noche, ya reseca, también murió la manzana. El desierto lloró su pérdida con una inusual tormenta. Llovió tanto como en la selva y un fuerte viento las cubrió de arena. Dentro de la manzana el agua hizo germinar una semilla. Una semilla que creció brillante, joven y fuerte en medio del desierto. Ya es tan alta como una casa, tiene una puerta azul y dos ventanas. Está esperando que alguien valiente la vea, abra la puerta y pase dentro.

Ilustración original de 1980supra, usada en los términos de Pixabay

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