Las fotos de la abuela

Desde bien pequeña, a Jenny le gustaba ir a casa de su abuela Ana. En invierno se sentaban al brasero, cerca de la chimenea. En verano, sin embargo, se sentaban en el patio, muy fresquitas, a la sombra de una higuera.
Allí jugaban a las cartas o al dominó y la abuela Ana le contaba a Jenny viejas historias, leyendas y cuentos. También les gustaba ver las fotos que la abuela Ana guardaba en una pequeña caja de madera. Fotos antiguas, en blanco y negro, hechas hace un montón de años.
La abuela Ana miraba las fotos y le explicaba a Jenny cosas sobre los tiempos pasados: cómo antes en el pueblo no había coches ni carreteras, sino caminos y caballos, o cómo para curar los resfriados se tomaba leche con miel y no pastillas ni jarabes. La foto favorita de la abuela era una en la que se veían un par de cabras pastando en un verde prado con una alta montaña al fondo. Siempre le explicaba a Jenny:
-Mira, esa cabra blanca y marrón se llamaba Suavecita porque desde que nació siempre le gustó venir a acurrucarse junto a mí y tenía el pelo liso y suave. ¡Qué gustito! Y a ese chivo tan oscuro le puse de nombre Bailarín, porque al saltar le gustaba hacer piruetas. ¡Menudos brincos daba el muy travieso!
-Y esas piedras de la foto llenas de agua ¿están colocadas así para que pudiesen beber las cabras? -preguntó Jenny.
-¡Sí! Es la Fuente de Oliva Martín y esa montaña del fondo se llama Peña Negra.
-¡Ah! ¡Claro! ¡Cuánto sabes abuela!
-Tú también sabes mucho, Jenny. ¿Puedes explicarme otra vez que es eso del Feisbuk? Es que todavía no me entero.
Jenny y su abuela Ana jugaron muchas partidas, se contaron muchas historias y vieron fotos durante años. Pero una primavera la abuela Ana comenzó a ver muy mal. Las cosas grandes como los camiones o los árboles, esas las distinguía bien, pero las pequeñas como las fotos o las tijeras, esas nada de nada.
-¡Qué pena! Ya no puedo ver las fotos, Jenny. No distingo lo que hay en ellas.
-¡Pues ponte gafas, abuela! Con eso se arregla todo.
-No, querida, no. Mi vista no tiene arreglo. Tengo ya noventa años y, sencillamente, me hago vieja.
El día siguiente Jenny no fue a ver a su abuela Ana. Tampoco al otro.
«¡Qué raro! ¿Le pasará algo?» -se preguntaba la abuela.
Por fin, tras una semana entera, Jenny llamó a su abuela desde la calle, dando voces y gritando:
-¡Sal, abuela! ¡Sal fuera!
-¿Pero qué ocurre? ¿Qué pasa pequeña?
La abuela salió a la calle y allí estaba Jenny, señalando hacia la pared de la casa.
-¡Mira lo que he hecho para ti! -exclamó Jenny, sonriente.
A la abuela Ana, con sus noventa años, casi le fallan las piernas. La pared de su casa estaba ahora pintada no de un color, ni de dos, sino como si fuese una gran foto; como su foto preferida, la de las dos cabras, pero en gigante. Era un dibujo tan grande, tan grande, que hasta la abuela podía verlo perfectamente.
-¡Qué bonita! ¡Muchas gracias, pequeña!
-Y ¿sabes qué, abuela? Tu amiga Juliana quiere que pinte su casa y Pepita, la suya, y Joaquina, también… ¡Voy a pintar el pueblo entero!
Desde entonces ese pueblo, que se llama Piornal, se va llenado de casas pintadas y es mucho más bonito: La fachada de una casa son ahora grandes y rojas cerezas, otra es un árbol con sus hojas, en otra un lobo corre y en otra, más allá, siempre será primavera.
Jenny está pintando una más, con un dibujo muy especial. El dibujo es una cara, la cara de una anciana; es la cara de su abuela; su querida abuela Ana.


 

Nota: Este cuento está dedicado a las casas pintadas de Piornal, uno de mis pueblos favoritos.

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