Montserrat amansa a la fiera

El gran dragón verde sembraba el pánico allá por donde pasaba. Recorría el condado de Strauss lanzado bocanadas de fuego que chamuscaban bosques, palacios y granjas. Nadie se atrevía a luchar contra él. Hasta los más valerosos caballeros, con sus brillantes armaduras, salían huyendo cuando lo veían de cerca y escuchaban sus rugidos.

Era un dragón grande, muy grande. Sobre todo su barriga, que parecía insaciable. De un solo bocado podía comerse una oveja, un cerdo o incluso una vaca. Con todo, lo peor es que, cuando pasaba cerca de alguna ciudad, el dragón sobrevolaba sus calles y, si alguien se despistaba y no se escondía a tiempo, el dragón… bueno… ya sabes… ¡ñam!

Un soleado día de mayo, el gran dragón se dirigió a la ciudad de Monteverde. Desde bien lejos, le pareció divisar algo extraño sobre la más alta torre de la villa. Cuando se acercó, no daba crédito a sus ojos: en lo alto de la torre, una chica vestida de blanco tocaba el laúd mientras cantaba:

-¡Trá la ra la lááá! ¡La la lá!

-¡Qué descarada! -pensó, indignado, el dragón-. ¡Menudo atrevimiento! ¿Acaso no me tiene miedo? Esta me la zampo yo en un plis plas.

Pero, conforme se acercaba, comenzó a escuchar la canción que la chica, Montserrat, entonaba con una voz tan bella como intensa.

-¡Ohhh! ¡Qué hermosura! Esperaré a que deje de cantar antes de comérmela.

Y el dragón se sentó junto a la torre y esperó pacientemente a que Montserrat parase de cantar. Pero Montserrat no paraba. De su laúd y su garganta continuaban saliendo acordes, notas y bellas historias. El dragón escuchaba, embelesado.

Así estuvieron toda la mañana, y toda la tarde, y la toda la noche. También el día siguiente, y el siguiente. Hasta que, tras tres días, con sus tres noches, cantando sin cesar, la voz de Montserrat fue bajando de volumen y, finalmente, se quedó dormida.

-¡Es mi momento! ¡Llegó la hora de comer! -se dijo el dragón, que voló hasta situarse junto a Montserrat.

Pero, al abrir su gran boca, comenzaron a resonar en su cabeza las melodías que había escuchado: eran las mejores obras de Verdi, Mozart, Wagner y Rossini. La gran boca se cerró lentamente. El dragón supo entonces que su corazón se había ablandado y que prefería la música a los rugidos. Esperó junto a la torre, a que Montserrat despertara. Fue al alba cuando ella abrió los ojos y, al ver al allí dragón, plácidamente tumbado, exclamó:

-Sigues aquí. ¿Sabes? ¡Podemos ser amigos! Pero tienes que prometerme que te portarás bien y no te comerás a nadie. A cambio, yo prometo que cantaré para ti un rato, todos los días. Incluso puedo enseñarte a cantar a ti.

-¿A mí? ¿Un dragón cantante? Suena raro, ¡pero cosas más raras se han visto!

-Entonces ¡trato hecho! Por cierto, he decido ponerte un nombre: te llamaré “Plácido”.

Con el tiempo, Plácido aprendió a cantar y Montserrat a montar en dragón. Y ambos dedicaron sus vidas a volar de ciudad en ciudad, cantando a dúo por doquier.

Ilustración de Dmitry Abramov, usada en los términos de Pixabay

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